Ateneo Literario
Pepi Maeses Hidalgo
Despedida
Ten mí corazón,
te lo regalo,
Con él mis sentimientos
mis ganas y mis ansias.
Para ti,
es tuyo, desde siempre.
Aprenderé a llorar
este desamor,
con lagrimas. Blancas,
me llevaré el sabor de tu boca.
Cavaré una fosa muy honda
en mi recuerdo, para que quepa
todo este amor, y
la tierra cubra tu ausencia.
Aprenderé en silencio a callar
a no decir tu nombre
a negar que un día nos amamos…
Aprenderé…a decirte…adíos.
Almudena Martin-Montalvo
Lo miró ya cadáver, fulminado por la libertad de la muerte y, de repente, sintió una especie de dolor en lo más profundo de su corazón, una punzada inaguantable, una especie de protección ya imposible. Sintió que la soledad la iba invadiendo como un manto de cemento. Y los recuerdos, de manera inevitable, acudieron a su mente, despedazada en cristales rotos: ¿cómo hubiera podido evitarlo? No, desde luego, ésa no había sido su voluntad…¿qué le había llevado a cometer ese crimen, a desprender de la vida al ser que más amaba en el mundo? Se sentía “viuda” que ni siquiera merecía tal estado, no merecía el dolor que la torturaba, pensaba…
Recordaba cuando lo vio por primera vez, en el bosque húmedo, pleno de floresta, entre los demás insectos, sierpes, ardillas y lobos, todos al acecho de la huella destructora del Hombre, el dios malévolo, un gigante que, de cuando en cuando, se adentraba en el corazón del bosque para aniquilar todo lo creado. Las criaturas que lo habitaban lo temían, le tenían auténtico pavor, se mimetizaban como bien podían al paso de éste. “ Es un ser extraño, no debe tener corazón”, se decían. Otrora, habían intentado defenderse de él, pero ya habían desistido de su empeño: simplemente se defendían, como bien podían.
En una de estas incursiones del Hombre, la Mantis Religiosa vio horrorizada cómo éste se agachaba para asirla por las alas. Intentó en vano desasirse de los enormes dedos, aleteando desalentada. Un macho de su especie no tardó en recurrir a la sierpe, que se armó de valor y escupió su veneno en el invasor…De repente, éste cayó desplomado y, entre sudores fríos y espasmos, quedó inerte en medio del bosque, dotando a la Mantis Religiosa del bien más preciado: la libertad.
Entonces se fijó en el macho que había intervenido en su liberación - recordaba - y no sólo sintió agradecimiento, sino que le invadió un deseo de aproximación hacia él, y pensó que ninguna criatura estaba hecha para vivir sola, pensó que había encontrado, al fin, a su amante imaginado en noches de cielo estrellado. El macho acudió a su encuentro y no dejó de seguirla en su revoloteo de cortejo. Desde entonces sabía que había liberado, sí, pero que ahí se había acabado su propia libertad. Y así lo aceptaba, feliz.
Compartieron días de retozo en el bosque, libando de las flores, chapoteando en el agua sucia del riachuelo…¡Qué más daba, si ése era el mejor de los mundos posibles!
La Mantis Religiosa amaba al macho por encima de todas las cosas, lo deseaba. Y le propuso la cópula…
El macho aceptó, porque también la deseaba, aunque un rictus de dolor le impregnó el rostro. Pero aceptaba lo previsible de la naturaleza: así había de ser. Había encontrado a su Mantis Relisiosa, su vida y su muerte. Y aceptaba, gozoso, su destino…
Y así se produjo la cópula. En el momento culmen la Mantis fagocitó al macho. Y sólo se pudo preguntar: Pero ¿por qué?
Almudena Martin-Montalvo
Berta
Oigo ruidos de cristal chocando: cumpliendo un rito llamado brindis. Música preparada con anticipación. Ruidos. Ruidos de carreras al trote, desacompasadas, por el pasillo. Berta, derrotada y vencida adrede antes de llegar a la meta que constituye el final del pasillo. Atrapada por su propia voluntad por unos brazos transformados por instantes en tentáculos, dirigidos los dos por las costumbres, sin saberlo, sin saberlo, ellos dos.
Silencios interrumpidos solamento por gritos entrecortados, disimulando el tono, tanteando la escala por ver si se llega al acorde conveniente y oportuno en cada situación que se sucede. Lecciones bien aprendidas. Ropa que se desliza tristemente por unos muslos jóvenes que ya saben lo que es el desamparo.
Expresiones de placer torpemente buscado y no encontrado. Un binomio forzado de carne ensamblada. La lluvia turbia que riega un campo no dispuesto a ser abonado.
Y así llega la hora de las sonrisas fugaces, de las expresiones y risas cotidianas para ocultar, quizá, quizá, la vergüenza que ni por asomo se ha de destapar; como se destaparon, por el contrario, los instintos...
Siento un cierto desapego por P*** y me imagino una - ¿por qué no había de ser? -comunicación a solas con “ella”. De repente, mi imaginación se dispara...
“Me gusta andar solo por la calle, Berta. Y no sabría cómo explicártelo. Me gusta mezclarme entre la gente. Así soy uno de ellos, pero soy distinto a ellos, Berta, soy yo, aunque no lo quiera o no sepa bien quién demonios es ese 'yo' que se me ha impuesto como un castigo o virtud, ¿entiendes? Yo, mezclado entre la multidud, andando al mismo paso que ellos, mirando desconfiadamente como ellos, preguntando la hora como ellos, rozando el culo de una mujer que me estimula en el metro, como ellos, rezongando ella conmigo, como con ellos.”
“Ayer tuve un sueño. Me quedé estúpidamente dormido, mientras me vestía, en el colchón.Tuve un sueño horrible”.
“Soñaba que me deslizaba en bicicleta por una carretera; no sabía adónde iba, ni me importaba en exceso. El sol estaba amable ese día, el campo estaba de buen humor también, dividido en dos por la carretera, como si de una cremallera abierta se tratase, y yo con mi bicicleta iba cerrándola. Cerrándola para siempre”.
“Recuerdo que iba cantando, casi cantando. Me dirigía a un lugar que no conocía de antemano, me dejaba llevar por la voluntad de la bicicleta o yo no sé de quién. Pero no era exactamente mi voluntad. Yo sólo asentía complacido a algo que escapaba enteramente de mis manos. Ni siquiera conducía el manillar, sólo apoyaba mis manos sobre él, él decidía adónde torcer, por dónde seguir, de dónde escapar, en dónde correr”.
“Y, sí, empezó a correr como una loca, desesperadamente, enfurecidamente; y derrapaba y chirriaba la cadena, y yo no me caía, aunque sentí un vértigo casi absoluto, la soledad del vértigo...”
“...hasta que yo, no pudiendo más, muriéndome de desgracia, agonizando, intenté, casi a ciegas, porque ya nada veía, ya nada distinguía con claridad, intenté agotar el delirio, primero accionando los frenos; no se podían mover : eran de piedra. Yo sólo podía sentirlo así por medio del tacto, pues no veía nada, no veía, por no ver, ni siquiera el negro reposado de la obscuridad...Todo eran rayas estridentes, de colores malditos que nunca antea habían sensibilizado mis retinas, colores que chillaban, que aullaban, ruidos ensordecedores, como si un monstruo mitológico estuviera agonizando y pidiera ayuda, ayuda desesperada, como si me atrajera como atrae un imán, sin poder elegir el no acudir. Y cada vez más, mis oídos eran taladrados con berridos alienantes...”
“Yo ya no era yo, yo me estaba diluyendo en un horror, sólo sentía vagamente, muy vagamente, que me diluía...en el espacio vacío, en la nada...dejaba de existir...”
...Y me desperté mojado en sudor. Y se acabó el terror: como si hubiera ido in crescendo, según aumentaba mi sudor, mis gotas de terror; ahora, resbalaban ya, cansadas, por todo mi cuerpo, hacia abajo, como huyendo...
Y al levantar la vista hacia la puerta, primero borrosamente, y después de manera precisa, la vi a ella, a Berta.
Su rostro era distinto esta vez. Todavía dudaba de que me hubiese despertado; ¿estaría entrando en otro sueño, si cabe más horripilante?
Y esta vez todo era distinto. Ella me miraba con un rostro patético, estaba realmente asustada, me pedía ayuda con los ojos, unos ojos – tengo que confesarlo – que me llamaron la atención más tiempo del que normalmente les hubiese concedido. Y un cuerpo que estaba a punto de derrumbarse, que sólo se apoyaba ya, y levemente, en el quicio derecho de la puerta.
De repente, su cabello negro, casi azul, empezaba a crecer y crecer sin parar, sin prisa, sin pausa, suavemente iba cubriendo su cuerpo desnudo y magullado. Casi estuve a punto de levantarme, no sé si inspirado por la lástima que me producía, para consolarla, para reconfortarla tal vez torpemente, con mis brazos, cubrirlo con algo lo más parecido al amor, porque, sí, porque el amor el amor por este ser quizá se me estuviera filtrando dentro adentro...y de repente, qué impotencia: el pelo se le caía en pedazos sólidos, y como un cáncer, se estaban extendiendo los moratones en círculos desordenados, iban ocupando poco a poco todos los límites de ese cuerpo. Por un instante leve, dirigí mi mirada apabullada a su rostro, insólito, que había detenido su expresión de dolor para detenerse inmóvil. Bajé de nuevo la vista a su cuerpo, que ya no estaba entero, que se estaba desintegrando, sin remedio.
...Yo sólo podía ser espectador de este segundo horror, más intenso que el primero si cabe...
FIN
Veronica
Ana Tobaruela Sievers
EL ARRULLO DE LA TARDE
El sol de aquella tarde se dejó escurrir sobre los tejados y como una sutil toquilla, gozosa y cálida, se restregó por las sábanas que yo tendía. Quizá en ese vaivén rozase mi cadera, tal vez fuera en la oquedad de mi espalda cuando retiré los brazos de la cuerda donde se columpió un momento, o, que por llegar la hora de irse a dormir quisiera jugar al escondite con el velaje de lencería doméstica. El caso es que templó todo mi ser hasta el punto de tener que tumbarme en la hamaca retando a una pulmonía por la baja temperatura del invierno.
No cerré los ojos. Mi mirada fue absorbida por las velas del galeón de la nostalgia y una vez más añoré mi ensueño en el que escuche cinco cuerdas de un instrumento mágico que levantó en su arco mi desasosiego. Los encuentros clandestinos. El deseo contenido por su ausencia, lacerante en mí. Sentir su boca sobre mis ojos donde se ahogaban en lágrimas porque consumíamos el tiempo. Su piel en la memoria de mis dedos, de mis labios y la untuosidad de su saliva. Su aliento en mi costado. Inspirar su aroma de morenez cetrina, de su cuerpo juncal y acerado, de sus rincones hermosos donde tantos besos sembré. El susurro de aflicción en el laberinto de mis oídos con un grito ahogado en el clímax del momento más íntimo. ¿Por qué me matas, amor?, estrangule la pregunta en el vacío.
Una brisa lenta como el aletear de mariposas al final del verano hizo que desde la cubierta del bajel viera la cabeza del padre de mis hijos entre un sin fin de papeles.
Siendo otra dentro de lo que yo era, bajé al salón y, como acto reflejo pero consciente de lo que hacía, puse un disco. Los primeros acordes y la voz de Gloria Estefan mecieron mis caderas. Me até el pelo en una coleta y me volví a mi marido. Ven –le dije- pégate a mi, ¿quieres? –añadí sin dejar de moverme. Vi como el arrobo se asomaba a sus ojos, entreabriendo sus labios, con los brazos ya extendidos hacia mí. Sé que aún me queda una oportunidad. Sé que aún no es tarde para recapacitar. La voz nos envolvía, yo deletreaba la canción como una colegiala, pero con la intención de la mujer adulta que soy. Quería hacerle entender lo que sentía de verdad, una ternura inusitada, desbordante, esculpirle con mis besos sé que nuestro amor es verdadero, con los años que me quedan por vivir, demostraré, cuanto te quiero. Pégate más a mi –me oí decir sensual- y el hombre que me bailaba, con el que llevaba casada dieciséis años, pasó las barreras de lo prudente. Con los años que me quedan, te haré olvidar cualquier dolor. Sabes que eres mi adoración, serás mi vida entera. No me puedo imaginar vivir sin ti. Haré que te enamores más de mí. Me dijo él sin ninguna entonación. Se lo agradecí infinito. Me abracé a él como si fuera mi último aliento. Si tengo primaveras en mis manos y alegrías para darle -le dije- y me aguijoneé por dentro, ¿por qué miro a otro lado? Sé que él me amaría aunque yo no le quisiera, ¿dónde mejor manantial de un todo?, si poseo los colores de la vida ¿por qué siento que me falta algo?
El sentirme mujer para otro hizo, si cabe, que me pudiera sentir hembra con mi marido y no sentir ningún pudor. Esa noche fui sultana en nuestra alcoba. Él la llenaba toda. Y yo, que desde hacía algún tiempo, estando en su cuerpo vagaba en los océanos con mi capitán de rumbo perdido. Esa noche no necesité bahía donde amparar mi secreto. Fui suya completamente.
Su móvil rompió el silencio de nuestra jaima y al levantarse él, admiré su espalda. Oyendo su voz a través del tabique; lloré por mí.
AUTOR: TOBARUELA SIEVERS, ANA EDITORIAL: PEPE NAVARRO ISBN: 978-84-95579-14-0 AÑO: 2002 PRECIO: 5.98 € Envío en 1 semana
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de GONZALEZ LOCHE, PALOMA A.
Encuadernación: Tapa blanda
ISBN: 9788497648615
Nº Edición:1ª
Año de edición:2007
Plaza edición: MADRID